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Identidad y diferencia. Alain de Benoist

Identidad y diferencia. Alain de Benoist
El debate sobre la inmigración ha planteado de forma aguda las cuestiones del derecho a la diferencia, del futuro del modo de vida comunitario, de la diversidad de las culturas humanas y del pluralismo social y político. Cuestiones de tal importancia no pueden ser tratadas con eslóganes sumarios o respuestas prefabricadas. "Dejemos, pues, de oponer exclusión e integración -escribe Alain Touraine-. La primera es tan absurda como escandalosa, pero la segunda ha tomado dos formas que es preciso distinguir y entre las que hay que buscar, cuando menos, una complementariedad. Hablar de integración tan sólo para decirles a los recién llegados que tienen que ocupar su sitio en la sociedad tal y cual era antes de su llegada, eso está más cerca de la exclusión que de una verdadera integración" (1).

La tendencia comunitarista empezó a afirmarse a principios de los años ochenta, de la mano de proposiciones ideológicas ciertamente confusas, sobre la noción de "sociedad multicultural". Después pareció remitir a causa de las críticas dirigidas contra ella en nombre del individualismo liberal o del universalismo "republicano": abandono relativo de la temática de la diferencia, considerada como "peligrosa"; denuuncia de las comunidades, invariablemente presentadas como "guetos" o "prisiones"; sobrevaloración de las problemáticas individuales en detrimento de las de los grupos; retorno a una forma de antirracismo puramente igualitaria, etc. La lógica del capitalismo, que para extenderse necesita hacer desaparecer las estructuras sociales orgánicas y las mentalidades tradicionales, también ha pesado en ese sentido. El líder de minorías inmigrantes Harlem Désir, acusado a veces de haberse inclinado hacia el "diferencialismo" (2), se ha podido jactar de haber "promovido el compartir valores comunes y no el tribalismo identitario, la integración republicana en torno a principios universales y no la constitución de lobbies comunitarios" (3).

Toda la crítica del modo de vida comunitario se reduce, de hecho, a la creencia de que la diferencia obstaculizaría la comprensión interhumana y, por tanto, la integración. La conclusión lógica de ese planteamiento es que la integración quedará facilitada con la supresión de las comunidades y la erosión de las diferencias. Esta deducción se basa en dos supuestos: 1) Cuanto más "iguales" sean los individuos que componen una sociedad, más se "parecerán" y menos problemática será su integración; 2) La xenofobia y el racismo son el resultado del miedo al Otro; en consecuencia, hacer que la alteridad desaparezca o persuadir a cada cual de que lo Otro es poca cosa si lo comparamos con lo Mismo, entrañará su atenuación e incluso su anulación.

Ambos supuestos son erróneos. Sin duda, en el pasado, el racismo ha podido funcionar como ideología que legitimaba un complejo -colonial, por ejemplo- de dominación y de explotación. Pero en las sociedades modernas, el racismo aparece más bien como un producto patológico del ideal igualitario, es decir, como una puerta de salida obligada ("la única forma de distinguirse") en el seno de una sociedad que, adherida a las ideas igualitarias, percibe toda diferencia como insoportable o como anormal. "El discurso antirracista -escribe a este respecto Jean-Pierre Dupuy- considera como una evidencia que el desprecio racista hacia el otro va a la par con una organización social que jerarquiza a los seres en función de un criterio de valor (…) [Ahora bien] estos presupuestos son exactamente contrarios a lo que nos enseña el estudio comparativo de las sociedades humanas y de su historia. El medio más favorable al reconocimiento mutuo no es el que obedece al principio de igualdad, sino el que obedece al principio de jerarquía. Esta tesis, que los trabajos de Louis Dumont han ilustrado de múltiples maneras, sólo puede ser comprendida previa condición de no confundir jerarquía con desigualdad, sino, al contrario, oponiendo ambos conceptos. (…) En una verdadera sociedad jerárquica, (…) el elemento jerárquicamente superior no domina a los elementos inferiores, sino que es diferente de ellos en el mismo sentido en que el todo engloba a las partes, o en el sentido en que una parte toma la preeminencia sobre otra en la constitución y en la coherencia interna del todo" (4).

Jean-Pierre Dupuy señala también que la xenofobia no se define solamente por el miedo al Otro, sino, quizá más aún, por el miedo a lo Mismo: "De lo que los hombres tienen miedo es de la indiferenciación, y ello porque la indiferenciación es siempre el signo y el producto de la desintegración social. ¿Por qué? Porque la unidad del todo presupone su diferenciación, es decir, su conformación jerárquica. La igualdad, que por principio niega las diferencias, es la causa del temor mutuo. Los hombres tienen miedo de lo Mismo, y la fuente del racismo está ahí" (5).

El miedo a lo Mismo suscita rivalidades miméticas sin fin, y el igualitarismo es, en las sociedades modernas, el motor de esas rivalidades en las que cada cual busca hacerse "más igual" que los otros. Pero, al mismo tiempo, el miedo al Otro se añade al miedo a lo Mismo, produciendo un juego de espejos que se prolonga hasta el infinito. Así, puede decirse que los xenófobos son tan alérgicos a la identidad otra de los inmigrantes (alteridad real o fantasmal) como, inversamente, a cuanto en éstos hay de no diferente, y que el xenófobo experimenta como una potencial amenaza de indiferenciación. En otros términos, el inmigrante es considerado una amenaza al mismo tiempo como persona asimilable y como persona no asimilable. El Otro se convierte así en un peligro en la medida en que es portador de lo Mismo, mientras que lo Mismo es un peligro en la medida en que empuja a reconocer al Otro. Y este juego de espejos funciona tanta más cuanto más atomizada está la sociedad, compuesta por individuos cada vez más aislados y, por tanto, cada vez más vulnerables a todos los condicionamientos.

Así se comprende mejor el fracaso de un "antirracismo" que, en el mejor de los casos, no acepta al Otro más que para reducirlo a lo Mismo. Cuanto más erosiona las diferencias con la esperanza de facilitar la integración, más la hace, en realidad, imposible. Cuanto más cree luchar contra la exclusión queriendo hacer de los inmigrantes individuos desarraigados "como los demás", más contribuye al advenimiento de una sociedad donde la rivalidad mimética desemboca en la exclusión y la deshumanización generalizadas. Y finalmente, cuanto más "antirracista" se cree, más se parece a un racismo clásicamente definido como negación o desvalorización radical de la identidad de grupo, un racismo que siempre ha opuesto la preeminencia de una norma única obligatoria, juzgada explícita o implícitamente como "superior" (y superior por "universal"), sobre los modos de vida diferenciados, cuya mera existencia le parece incongruente o detestable.

Este antirracismo, universalista e igualitario ("individuo-universalista"), prolonga una tendencia secular que, bajo las formas más diversas y en nombre de los imperativos más contradictorios (propagación de la "verdadera fe", "superioridad" de la raza blanca, exportación mundial de los mitos del "progreso" y del "desarrollo"), no ha dejado de practicar la conversión buscando reducir por todas partes la diversidad, es decir, precisamente, tratando de reducir lo Otro a lo Mismo. "En Occidente -observa el etnopsiquiatra Tobie Nathan-, el Otro ya no existe en nuestros esquemas culturales. Ya sólo consideramos la relación con el Otro desde un punto de vista moral, es decir, no sólo de una forma ineficaz, sino también sin procurarnos los medios para comprenderlo. La condición de nuestro sistema de educación es que hemos de pensar que todo el mundo es parecido (…). Decirse 'debo respetar al otro' es algo que no tiene sentido. En la relación cotidiana, este género de frase no tiene ningún sentido si no podemos integrar en nuestros esquemas el hecho de que la naturaleza, la función del Otro, es precisamente ser Otro. (…) Francia es el país más loco para eso. (…) La estructura del poder en Francia parece incapaz de integrar incluso esas pequeñas fluctuaciones que son las lenguas regionales. Pero es justamente a partir de esta concepción del poder como se ha construido la teoría humanista, hasta la Declaración universal de los derechos humanos". Y Nathan concluye: "La inmigración es el verdadero problema de fondo de nuestra sociedad, que no sabe pensar la diferencia" (6).

Es tiempo, pues, de reconocer al Otro y de recordar que el derecho a la diferencia es un principio que, como tal, sólo vale por su generalidad (nadie puede defender su diferencia sino en la medida en que reconoce, respeta y defiende también la identidad del prójimo) y cuyo lugar es el contexto más amplio del derecho de los pueblos y de las etnias: derecho a la identidad y a la existencia colectivas, derecho a la lengua, a la cultura, al territorio y a la autodeterminación, derecho a vivir y trabajar en el propio país, derecho a los recursos naturales y a la protección del mercado, etc.

La actitud positiva será, retomando los términos de Roland Breton, "la que, partiendo del reconocimiento total del derecho a la diferencia, admita el pluralismo como un hecho no solamente antiguo, duradero y permanente, sino también positivo, fecundo y deseable. La actitud que vuelva resueltamente la espalda a los proyectos totalitarios de uniformización de la humanidad y de la sociedad, y que no vea en el individuo diferente ni a un desviado al que hay castigar, ni a un enfermo al que hay que curar, ni a un anormal al que hay que ayudar, sino a otro sí-mismo, simplemente dotado de un conjunto de rasgos físicos o de hábitos culturales, generadores de una sensibilidad, de gustos y de aspiraciones propios. A escala planetaria, es tanto como admitir, tras la consolidación de algunas soberanías hegemónicas, la multiplicación de las independencias, pero también de las interdependencias. A escala regional, es tanto como reconocer, frente a los centralismos, los procesos de autonomía, de organización autocentrada, de autogestión. (…) El derecho a la diferencia supone el respeto mutuo de los grupos y de las comunidades, y la exaltación de los valores de cada cual. (…) Decir 'viva la diferencia' no implica ninguna idea de superioridad, de dominación o de desprecio: la afirmación de sí no se alza rebajando al otro. El reconocimiento de la identidad de una etnia sólo puede sustraer a las otras lo que éstas hayan acaparado indebidamente" (7).

La afirmación del derecho a la diferencia es la única forma de escapar a un doble error: ese error, muy extendido en la izquierda, que consiste en creer que la "fraternidad humana" se realizará sobre las ruinas de las diferencias, la erosión de las culturas y la homogeneización de las comunidades, y ese otro error, muy extendido en la derecha, que consiste en creer que el "renacimiento de la nación" se obrará inculcando a sus miembros una actitud de rechazo hacia los otros.
La identidad

La cuestión de la identidad (nacional, cultural, etc.) también juega un papel central en el debate sobre la inmigración. De entrada, hay que hacer dos observaciones. La primera es que se habla mucho de la identidad de la población de acogida, pero, en general, se habla mucho menos de la identidad de los propios inmigrantes, que sin embargo parece, con mucho, la más amenazada por el propio hecho de la inmigración. En efecto, los inmigrantes, en tanto que minoría, sufren directamente la presión de los modos de comportamiento de la mayoría. Abocada a la desaparición o, inversamente, exacerbada de forma provocadora, su identidad sólo sobrevive, con frecuencia, de manera negativa (o reactiva) por la hostilidad del medio de acogida, por la sobreexplotación capitalista ejercida sobre unos trabajadores arrancados de sus estructuras naturales de defensa y protección.

La segunda observación es la siguiente: resulta llamativo ver cómo, en ciertos medios, el problema de la identidad se sitúa exclusivamente en relación con la inmigración. Los inmigrantes serían la principal "amenaza", si no la única, que pesa sobre la identidad francesa. Pero eso es tanto como pasar por alto los numerosos factores que en todo el mundo, tanto en los países que cuentan con una fuerte mano de obra extranjera como en los que carecen de ella, están induciendo una rápida disgregación de las identidades colectivas: primacía del consumo, occidentalización de las costumbres, homogeneización mediática, generalización de la axiomática del interés, etc.

Con semejante percepción de las cosas, es demasiado fácil caer en la tentación del chivo expiatorio. Pero, ciertamente, no es culpa de los inmigrantes el que los franceses ya no sean aparentemente capaces de producir un modo de vida que les sea propio ni de ofrecer al mundo el espectáculo de una forma original de pensar y de existir. Y tampoco es culpa de los inmigrantes el que el lazo social se rompa allá donde el individualismo liberal se extiende, que la dictadura de lo privado extinga los espacios públicos que podrían constituir el crisol donde renovar una ciudadanía activa, ni que los individuos, sumergidos en la ideología de la mercancía, se alejen cada vez a más de su propia naturaleza. No es culpa de los inmigrantes el que los franceses formen cada vez menos un pueblo, que la nación se convierta en un fantasma, que la economía se mundialice ni que los individuos renuncien a ser actores de su propia existencia para aceptar que sean otros quienes decidan en su lugar a partir de normas y valores igualmente impuestos por mano ajena. No son los inmigrantes, en fin, quienes colonizan el imaginario colectivo e imponen en la radio o en la televisión sonidos, imágenes, preocupaciones y modelos "venidos de fuera". Si hay "mundialismo", digamos también con claridad que, salvo prueba en sentido contrario, de donde proviene es del otro lado del Atlántico, y no del otro lado del Mediterráneo. Y añadamos que el pequeño tendero árabe contribuye ciertamente más a mantener, de forma convivencial, la identidad francesa que el parque de atracciones americanomorfo o el "centro comercial" de capital muy francés.

Las verdaderas causas de la desaparición de la identidad francesa son, de hecho, las mismas que explican la erosión de todas las demás identidades: agotamiento del modelo del Estado-nación, desmoronamiento de todas las instituciones tradicionales, ruptura del contrato civil, crisis de la representación, adopción mimética del modelo americano, etc. La obsesión del consumo, el culto del "éxito" material y financiero, la desaparición de las ideas de bien común y de solidaridad, la disociación del futuro individual y del destino colectivo, el desarrollo de las técnicas, el impulso de la exportación de capitales, la alienación de la independencia económica, industrial y mediática, han destruido por sí solas la "homogeneidad" de nuestras poblaciones infinitamente más de lo que lo han hecho hasta hoy unos inmigrantes que, por cierto, no son los últimos en sufrir las consecuencias de este proceso. "Nuestra 'identidad' -subraya Claude Imbert- queda mucho más afectada por el hundimiento del civismo, más alterada por el braceo cultural internacional de los medios de comunicación, más laminada por el empobrecimiento de la lengua y de los conceptos, más dañada sobre todo por la degradación de un Estado antes centralizado, potente y normativo que fundaba entre nosotros esa famosa 'identidad' (8)". En definitiva, si la identidad francesa (y europea) se deshace, es ante todo a causa de un vasto movimiento de homogeneización tecno-económica del mundo, cuyo vector principal es el imperialismo transnacional o americano-céntrico, y que generaliza por todas partes el no-sentido, es decir, un sentimiento de absurdidad de la vida que destruye los lazos orgánicos, disuelve la socialidad natural y hace que los hombres sean cada día más extraños los unos para los otros.

Desde este punto de vista, la inmigración juega más bien un papel revelador. Es el espejo que debería permitirnos tomar la plena medida del estado de crisis larvada en que nos encontramos, un estado de crisis en el que la inmigración no es la causa, sino una consecuencia entre otras. Una identidad se siente más amenazada cuanto más vulnerable, incierta y deshecha se sabe. Por eso tal identidad ya no puede convertirse en fondo capaz de recibir una aportación extranjera e incluirla dentro de sí. En este sentido, no es que nuestra identidad esté amenazada porque haya inmigrantes entre nosotros, sino que no somos capaces de hacer frente al problema de la inmigración porque nuestra identidad ya está en buena medida deshecha. Y por eso, en Francia, sólo se aborda el problema de la inmigración entregándose a los errores gemelos del angelismo o de la exclusión.

Xenófobos y "cosmopolitas", por otra parte, coinciden en creer que existe una relación inversamente proporcional entre la afirmación de la identidad nacional y la integración de los inmigrantes. Los primeros creen que un mayor cuidado o una mayor conciencia de la identidad nacional nos permitirá desembarazarnos espontáneamente de los inmigrantes. Los segundos piensan que el mejor modo de facilitar la inserción de los inmigrantes es favorecer la disolución de la identidad nacional. Las conclusiones son opuestas, pero la premisa es idéntica. Unos y otros se equivocan. Lo que obstaculiza la integración de los inmigrantes no es la afirmación de la identidad nacional sino, al contrario, su desvanecimiento. La inmigración se convierte en un problema porque la identidad nacional es incierta. Y al contrario, las dificultades vinculadas a la acogida e inserción de los recién llegados podrán resolverse gracias a una identidad nacional reencontrada.

Vemos así hasta qué punto es insensato creer que bastará con invertir los flujos migratorios para "salir de la decadencia". La decadencia tiene otras causas, y si no hubiera un sólo inmigrante entre nosotros, no por eso dejaríamos de hallarnos confrontados a las mismas dificultades, aunque esta vez sin un chivo expiatorio. Obnubilándose con el problema de la inmigración, haciendo de los inmigrantes responsables de todo lo que no funciona, se oblitera el concurso de otras causas y de otras responsabilidades. En otros términos, se lleva a cabo una prodigiosa desviación de la atención. Sería interesante saber en beneficio de quién.

Pero aún hay que interrogarse más sobre la noción de identidad. Plantear la cuestión de la identidad francesa, por ejemplo, no consiste fundamentalmente en preguntarse quién es francés (la respuesta es relativamente simple), sino más bien en preguntarse qué es lo francés. Ante esta pregunta, mucho más esencial, los cantores de la "identidad nacional" se limitan en general a responder con recuerdos conmemorativos o evocaciones de "grandes personajes" considerados más o menos fundadores (Clodoveo, Hugo Capeto, los cruzados, Carlos Martel o Juana de Arco), inculcados en el imaginario nacional por una historiografía convencional y devota (9). Ahora bien, este pequeño catecismo de una especie de religión de Francia (donde la "Francia eterna", siempre idéntica a sí misma, se halla en todo momento presta a enfrentarse a los "bárbaros", de modo tal que lo francés termina definiéndose, al final, como lo que no es extranjero, sin más característica positiva que su no-inclusión en el universo ajeno) no guarda relación sino muy lejana con la verdadera historia de un pueblo cuyo rasgo específico, en el fondo, es la forma en que siempre ha sabido hacer frente a sus contradicciones. De hecho, la religión de Francia es hoy instrumentalizada para restituir una continuidad nacional desembarazada de toda contradicción en una óptica maniquea donde la mundialización (la "anti-Francia") es pura y simplemente interpretada como "complot". Las referencias históricas quedan así situadas en una perspectiva ahistórica, perspectiva casi esencialista que no aspira tanto a contar la historia como a describir un "ser" que sería siempre lo Mismo, que no se definiría más que como resistencia a la alteridad o rechazo del Otro. Lo identitario queda así inevitablemente limitado a lo idéntico, a la simple réplica de un "eterno ayer", de un pasado glorificado por la idealización, una entidad ya construida que sólo nos resta conservar y transmitir como una sustancia sagrada. Paralelamente, el propio sentimiento nacional queda desligado del contexto histórico (la aparición de la modernidad) que ha determinado su nacimiento. La historia se convierte, pues, en no-ruptura, cuando la verdad es que no hay historia posible sin ruptura. Se convierte en simple duración que permite exorcizar la separación, cuando la verdad es que la duración es, por definición, disparidad, separación entre uno y uno mismo, perpetua inclusión de nuevas separaciones. En definitiva, el catecismo nacional se sirve de la historia para proclamar su clausura, en vez de encontrar en ella un estímulo para dejar que prosiga.

Pero la identidad nunca es unidimensional. No sólo asocia siempre círculos de múltiple pertenencia, sino que combina factores de permanencia y factores de cambio, mutaciones endógenas y aportaciones exteriores. La identidad de un pueblo o de una nación no es tampoco solamente la suma de su historia, de sus costumbres y de sus características dominantes. Como escribe Philippe Forget, "un país puede aparecer, a primera vista, como un conjunto de características determinadas por costumbres y hábitos, factores étnicos, geográficos, lingüísticos, demográficos, etc. Sin embargo, esos factores pueden aparentemente describir la imagen o la realidad social de un pueblo, pero no dan cuenta de lo que es la identidad de un pueblo como presencia originaria y perenne. En consecuencia, los cimientos de la identidad hay que pensarlos en términos de apertura del sentido, y aquí el sentido no es otra cosa que el lazo constitutivo de un hombre o de una población y de su mundo" (10).

Esta presencia, que significa la apertura de un espacio y de un tiempo -prosigue Philippe Forget-, "no debe remitir a una concepción substancialista de la identidad, sino a una comprensión del ser como juego de diferenciación. No se trata de aprehender la identidad como un contenido inmutable y fijo, susceptible de ser codificado en un canon (…) Frente a una concepción conservadora de la tradición, que la concibe como una suma de factores inmutables y transhistóricos, la tradición, o mejor, la tradicionalidad debe ser aquí entendida como una trama de diferencias que se renuevan y se regeneran en el terreno de un patrimonio constituido por un agregado de experiencias pasadas, y puesto a prueba en su propia superación. En ese sentido, la defensa no puede y no debe consistir en la protección de formas de existencia postuladas como intangibles; debe más bien dirigirse a proteger a las fuerzas que permiten a una sociedad metamorfosearse a partir de sí misma. La repetición hasta lo idéntico de un sitio o la acción de 'habitar' según la práctica de otro conducen por igual a la desaparición y a la extinción de la identidad colectiva" (11).

Como ocurre con la cultura, la identidad tampoco es un esencia que pueda ser fijada o reificada por el discurso. Sólo es determinante en un sentido dinámico, y sólo es posible aprehenderla desde las interacciones (o retro-determinaciones) tanto de las decisiones como de las negaciones personales de identificación, y de las estrategias de identificación que laten bajo ellas. Incluso considerada desde el momento del origen, la identidad es indisociable del uso que se hace -o que no se hace- de ella en un contexto cultural y social particular, es decir, en el contexto de una relación con los otros. Por eso la identidad es siempre reflexiva. En una perspectiva fenomenológica, implica no disociar nunca la propia constitución y la constitución del prójimo. El sujeto de la identidad colectiva no es un "yo" o un "nosotros", entidad natura, constituida de una vez para siempre, espejo opaco donde nada nuevo puede venir a reflejarse, sino un "sí" que continuamente apela a nuevos reflejos.

Se impone recuperar la distinción formulada por Paul Ricoeur entre identidad idem e identidad ipse. La permanencia del ser colectivo a través de cambios incesantes (identidad ipse) no puede limitarse a lo que pertenece al orden del acontecimiento o de la repetición (identidad idem). Al contrario, se halla vinculada a toda una hermenéutica del "sí", a todo un trabajo narrativo destinado a hacer aparecer un "lugar", un espacio-tiempo que configura un sentido y forma la condición misma de la apropiación de sí. En efecto, en una perspectiva fenomenológica, donde nada es dado de forma natural, el objeto procede siempre de una elaboración constituyente, de un relato hermenéutico caracterizado por la afirmación de un punto de vista que organiza retrospectivamente los acontecimientos para darles un sentido. "El relato construye la identidad narrativa construyendo la de la historia contada -dice Ricoeur-. Es la identidad de la historia la que hace la identidad del personaje" (12). Defender la propia identidad no es, pues, contentarse con enumerar ritualmente puntos de referencia históricos fundacionales, ni cantar al pasado para mejor evitar hacer frente al presente. Defender la propia identidad es comprender la identidad como aquello que se mantiene en el juego de las diferenciaciones -no como lo mismo, sino como la forma siempre singular de cambiar o de no cambiar.

No se trata, pues, de elegir la identidad idem contra la identidad ipse, o a la inversa, sino de aprehender ambas en sus relaciones recíprocas por medio de una narración organizadora que toma en cuenta tanto la comprensión de sí como la comprensión del otro. Recrear las condiciones en las que vuelva a ser posible producir tal relato constituye la apropiación de sí. Pero es una apropiación que nunca queda fijada, pues la subjetivación colectiva procede siempre de una opción más que de un acto, y de un acto más que de un "hecho". Un pueblo se mantiene gracias a su narratividad, apropiándose su ser en interpretaciones sucesivas, convirtiéndose en sujeto al narrarse a sí mismo y evitando así perder su identidad, es decir, evitando convertirse en objeto de la narración de otro. "Una identidad -escribe Forget- es siempre una relación de sí a sí, una interpretación de sí mismo y de los otros, de sí mismo por los otros. En definitiva, es el relato de sí, elaborado en la relación dialéctica con el otro, lo que completa la historia humana y entrega una colectividad a la historia. (…) La identidad personal perdura y concilia estabilidad y transformación por medio del acto del relato. Ser como sujeto depende de un acto narrativo. La identidad personal de un individuo, de un pueblo, se construye y se mantiene mediante el movimiento del relato, mediante el dinamismo de la intriga que fundamenta la operación narrativa, como dice Ricoeur" (13).

Por último, lo que más amenaza hoy a la identidad nacional posee una fuerte dimensión endógena, representada por la tendencia a la implosión de lo social, es decir, la desestructuración interna de todas las formas de socialidad orgánica. A este respecto, Roland Castro ha podido justamente hablar de esas sociedades donde "nadie soporta ya a nadie", donde todo el mundo excluye a todo el mundo, donde todo individuo se hace potencialmente extranjero para todo individuo. Al individualismo liberal hay que achacarle la mayor responsabilidad en este punto. ¿Cómo hablar de "fraternidad" (en la izquierda) o de "bien común" (en la derecha) en una sociedad donde cada cual se sumerge en la búsqueda de una maximización de sus propios y exclusivos intereses, en una rivalidad mimética sin fin que adopta la forma de una huida hacia delante, de una competencia permanente desprovista de toda finalidad?

Como ha subrayado Christian Thorel, "el recentraje sobre el individuo en detrimento de lo colectivo conduce a la desaparición de la mirada hacia el otro" (14). El problema de la inmigración corre el riesgo, precisamente, de obliterar esta evidencia. Por una parte, esa exclusión de la que los inmigrantes son víctimas puede hacernos olvidar que hoy vivimos cada vez más en una sociedad donde la exclusión es también la regla entre los propios "autóctonos". ¿Cómo soportar a los extranjeros cuando nosotros mismos nos soportamos cada vez menos? Por otro lado, ciertos reproches se desmoronan por sí mismos. Por ejemplo, a los jóvenes inmigrantes que "tienen odio" seles dice con frecuencia que deberían respetar el "país que les acoge". ¿Pero por qué los jóvenes inmigrantes deberían ser más patriotas que unos jóvenes franceses que tampoco lo son? El mayor riesgo, por último, sería dejar creer que la crítica de la inmigración, en sí misma legítima, será facilitada por el aumento de los egoísmos, cuando en realidad es ese aumento el que más profundamente ha deshecho el tejido social. Ahí está, por otro lado, todo el problema de la xenofobia. Hay quien cree fortalecer el sentimiento nacional fundándolo sobre el rechazo del Otro. Tras lo cual, ya adquirido el hábito, serán sus propios compatriotas los que terminarán encontrando normal el hecho de rechazar.

Una sociedad consciente de su identidad sólo puede ser fuerte si logra anteponer el bien común al interés individual; si logra anteponer la solidaridad, la convivencia y la generosidad hacia los otros a la obsesión por la competencia el triunfo del "Yo". Una sociedad consciente de su identidad sólo puede durar si se impone reglas de desinterés y de gratuidad, que son el único medio de escapar a la reificación de las relaciones sociales, es decir, al advenimiento de un mundo donde el hombre se produce a sí mismo como objeto tras haber transformado todo cuanto le rodea en artefacto. Porque es evidente que no será proclamando el egoísmo, ni siquiera en nombre de la "lucha por la vida" (simple transposición del principio individualista de la "guerra de todos contra todos"), como podremos volver a crearse esa socialidad convivencial y orgánica sin la cual no hay pueblo digno de tal nombre. No hallaremos la fraternidad en una sociedad donde cada cual tiene por única meta "triunfar" más que el prójimo. No restituiremos el querer vivir juntos apelando a la xenofobia, es decir, a un odio por principio al Otro; un odio que, poco a poco, terminará extendiéndose contra todos.

(1) "Vraie et fausse intégration", Le Monde, 29 enero 1992.
(2) "La timidité en paie jamais", Le Nouvel Observateur, 26 marzo 1992, p.15.
(3) Sobre la crítica del "neorracismo diferencialista", basada en la idea de que "la argumentación racista se ha desplazado desde la raza hacia la cultura", cf. sobre todo Pierre-André Taguieff: La force du préjugé. Essai sur le racisme et ses doubles, Découverte, Paris, 1988, y Gallimard, París, 1990. La crítica de Taguieff descansa, a nuestro juicio, sobre un doble sofisma. Por un lado, olvida que el derecho a la diferencia, cuando se plantea como principio, conduce necesariamente a defender también la diferencia de los otros, de modo que no podría jamás legitimar la afirmación incondicional de una singularidad absoluta (no hay diferencia sino en relación con aquello de lo que se difiere). Por otro, ignora que las diferencias culturales y las diferencias raciales no son del mismo orden, de modo que no pueden ser instrumentalizadas por igual: eso equivaldría, paradójicamente, a afirmar que naturaleza y cultura son equivalentes. Para una discusión sobre este tema, cf. Alain de Benoist, André Béjin y Pierre-André Taguieff: Razzismo e antirazzismo, La Roccia di Erec, Florencia, 1992.
(4) "La science? Un piège pour les antirracistes!", Le Nouvel Observateur, 26 marzo 1992, p.20.
(5) Ibid., p.21.
(6) L'Autre Journal, octubre 1992, p.41.
(7) Les Ethnies, 2ª ed., PUF, París, 1992, pp.114-115.
(8) "Historique?", Le Point, 14 diciembre 1991, p.35.
(9) Cf. a este respecto las obras fuertemente desmistificadoras de Suzanne Citron Le Mythe national. L'Histoire de France en question (éd. Ouvrières-Études et documentation internationales, 2ª ed., 1991) y L'Histoire de France autrement (éd. Ouvrières, 1992), que con frecuencia caen en el exceso inverso a los que denuncian. Cf. también, para una lectura diferente de la historia de Francia, Olier Mordrel: Le Mythe de l'Hexagone, Jean Picollec, 1981.
(10) "Phénoménologie de la menace, Sujet, narration, stratégie", Krisis, abril 1992, p.3.
(11) Ibid., p.5.
(12) Soi-même comme un autre, Seuil, Paris, 1990, p.175.
(13) Art. cit., pp.6-7.
(14) Le Monde, 17 agosto 1990.

Desde HispaniaSobretodo  con agradecimiento al autor

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