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De armas y letras

Alvaro de Maortua: La Leyenda Negra antiespañola

Alvaro de Maortua:  La Leyenda Negra antiespañola

La "leyenda negra" es a la vez anticatólica y antiespañola. Se generó y se desarrolló en Inglaterra y Francia; primera y principalmente en Inglaterra, en el curso de la lucha entre España y la Inglaterra de los Tudor. El antihispanismo llegó a ser parte integral del pensamiento inglés. Escritores y libelistas se esforzaron por inventar mil ejemplos de la vileza y perfidia española, y difundieron por Europa la idea de que España era la sede de la ignorancia y el fanatismo, incapaz de ocupar un puesto en el concierto de las naciones modernas. Tal idea se generalizó por la Europa secularizada y petulante del oscurantismo «ilustrado» y enciclopedista, señalando a la Iglesia como causa principal de semejante «degradación» cultural española.  

Esta idea se difundió después por todo al ámbito anglosajón y naturalmente entre los yanquis. El buen historiador norteamericano William S. Maltby, entre algunos otros, en su bien documentado libro titulado La leyenda Negra en Inglaterra (1982), dice esto: "Como muchos otros norteamericanos, yo había absorbido antihispanismo en películas y literaturas populares mucho antes de que este prejuicio fuese contrastado desde un punto de vista distinto en las obras de historiadores serios, lo cual fue para mi toda una sorpresa; y cuando llegué a conocer las obras de los hispanistas, mi curiosidad no tuvo límites. Los hispanistas han atribuido desde hace mucho tiempo este prejuicio y sentimiento mundial antiespañol, a las tergiversaciones de los hechos históricos cometidas por los enemigos de España".  

Según muchos hispanistas, las raíces del antihispanismo deben buscarse en documentos del siglo XVI, como la apología de Guillermo de Orange y otros muchos que constituyen lo que Juderías llamó «la tradición protestante», y que pintan a España como cruel opresora cuyo enorme poderío estaba al servicio de la causa de la ignorancia y la superstición.  

Los cínicos agentes panfletistas de la «leyenda negra» -cínicos por cuanto acusan a España de vilezas y crímenes que sólo ellos cometieron- y sus respectivos pueblos que asimilaron borreguilmente el fanatismo antiespañol, en particular el mundo anglosajón, no sólo tergiversaron la Historia española y la grandeza de la empresa española en América, sino que a la vez silenciaron sus sistemas coloniales que del siglo XVII al XIX exterminaron casi por completo a los aborígenes de Norteamérica y sometieron a tantos pueblos africanos, asiáticos y oceánicos a una casi total esclavitud. Silencian la permanencia actual de las razas aborígenes en los países colonizados por España, así como el intenso mestizaje que desmiente toda mentalidad racista. Y también naturalmente silencian que las intervenciones pontificias en defensa de los indígenas, obedecieron a peticiones de la Corona española que, ya con anterioridad, había dictado normas humanitarias como esa gloria jurídica de España que son las leyes de Indias y el Derecho de gentes.  

Hay ahora una caterva de pseudointelectuales dóciles a las viles corrientes ideológicas que hoy se venden, que con motivo de a la conmemoración del V Centenario de América han querido generar una extraña sensación de mala conciencia, de recuerdo molesto, como de historia vergonzante. Intención más torcida aún, es la que pretende borrar cualquier huella de Dios en este muy noble y bellísimo acontecimiento realizado por los españoles. Algunos conminan a España para que pida perdón y devuelva lo robado... A esta altura del tiempo, es de lamentar que el documento emitido por la Comisión «Justicia et Pax» el mes de noviembre de 1988, titulado la iglesia ante el racismo, en su punto 3, da lugar a interpretar que España inventó el racismo en la gran empresa americana. ¡También yerra y peca el alto clero!. Este burdo error pudiera contribuir a crear un falso problema de conciencia o un injusto y absurdo sentimiento de culpabilidad en la mente de muchas personas de lengua española, que son la mitad de la gente católica del Orbe, si no fuera porque el mismo vicepresidente de la citada Comisión Pontificia, Monseñor Jorge Mejía, hizo pública rectificación el 31 de marzo en Pamplona, y porque todos los Papas han tenido menciones muy honoríficas para la singular acción evangelizadora y civilizadora de España en el mundo. Nuestro Papa actual Juan Pablo II ha insistido muy reiteradamente en esta hermosa realidad; y en su visita a España en Santiago de Compostela el 19 de agosto de 1989, ha destacado con gran amor y claridad la enorme proyección espiritual y cultural positiva del Concilio III de Toledo, y entre otras cosas dijo: «En más de una ocasión he tenido la oportunidad de reconocer la gesta misionera sin par de España en el Nuevo Mundo». Y en su despedida en Covadonga dijo: «agradecemos a la Divina Providencia, a través del corazón de la Madre de Covadonga, por este gran bien de la identidad española, de la fidelidad de este gran bien de la identidad española, de la fidelidad de este gran pueblo a su misión. Deseamos para vosotros, queridos hijos e hijas de esta gran Madre, para España entera, una perseverancia en esta misión que la Providencia os ha confiado».  

En los procesos colonizadores realizados por las potencias de Occidente, allí donde estuvo presente la Iglesia no hubo racismo. Este es el caso de España y de Hispanoamérica. Donde estuvo presente el mundo protestante hubo racismo y exterminio de los aborígenes.  

Cabe otra consideración sobre «leyenda negra» altamente significativa. Esta. Sólo España tiene leyenda negra y no la tiene, en cambio, ninguna nación del ámbito protestante; ¿por qué? Sólo existe una posible respuesta. La importancia española en el mundo llegó a ser enorme durante los siglos XVI al XVIII. Su influencia cultural, política y militar fue universal y benéfica para el Orbe porque todas sus acciones estuvieron inspiradas y movidas por la doctrina y el espíritu católico. Pero después triunfó la herejía y el error en gran parte del mundo económicamente fuerte de Occidente, con su espíritu protestante y racionalista. Y fue naturalmente este mundo triunfante del error y del antihumanismo el autor del prejuicio mundial, injusto e inicuo que se llama «leyenda negra» y que es sólo y a la vez anticatólica y antiespañola. No existe en cambio leyenda negra enemiga de las potencias protestantes. Este hecho tiene una significación decisiva para cualquier mente honrada que pretenda valorar con justicia los hechos históricos de las naciones.  
  
No existiría «leyenda negra» si España no hubiera sido tan importante en el mundo, o si hubiera traicionado a la Verdad como lo hicieron las demás potencias, en lugar de servirla heroicamente como España lo hizo.  

* * *  

La revolución protestante y racionalista, además de proclamar la destrucción de la Iglesia, a la que profesaban un odio creciente, se mostraban como enemigos radicales del orden establecido. El espíritu de la reforma protestante se transmitió después a los poderes públicos, que Lutero expresó con la conocida frase de «cuius regio eius religio». Con lo que no antepuso la religión al Estado sino a la inversa, y reconoció a los príncipes derecho a imponer la creencia a sus súbditos. La ruptura se hizo definitiva e irremediable; y con la paz de Westfalia, en 1648, el bando protestante logró la victoria sobre casi todo el ámbito del centro y norte de Europa, quedando a salvo España y la mayor parte del mundo latino.  

Muchos historiadores contemporáneos sitúan en la revolución protestante la grave crisis que padece el hombre «moderno» en su conciencia histórica, así como sus mil nefastas secuelas en las diversas formas de materialismo que hoy el mundo padece de manera evidente y trágica. Y como fueron vencedores, escribieron durante mucho tiempo la historia volcando su tremenda carga de prejuicios y de odios con mentiras y calumnias que en muchos casos llegan a lo fantasmagórico. La diana de todos sus ejercicios de tiro fue, en primer lugar, la Iglesia católica. Y también la historia de España, es decir, España misma, por haber sido la campeona generosa y heroica de la causa católica durante siglos. 

El protestantismo separó lo espiritual de lo temporal. Ha llegado la teología protestante a separar del todo la fe de la historia. Lo natural, afirmó, ha perdido su sentido por el pecado. Con la Redención no hay verdadera curación y elevación del hombre. Tampoco puede haber Iglesia como sociedad visible. Si la actividad humana no es elevada desde dentro por la gracia que cura y eleva al hombre, el Evangelio queda ajeno a la vida civil. Tal es la clave del pesimismo protestante y de su mundo triste y aberrante.

 

Para la mentalidad protestante, que hace caminar el espíritu por distinto rumbo que el dominio de la naturaleza, no es posible entender la obra de «evangelizar civilizando y civilizar evangelizando» como hizo España en América. Fue justamente en el ambiente protestante donde se generó la llamada «leyenda negra», que marcó durante un tiempo no pocos estudios historiográficos, concentró prevalentemente la atención sobre aspectos de violencia y explotación que se dieron en la sociedad civil durante la fase sucesiva al Descubrimiento. «Prejuicios políticos, ideológicos y aun religiosos, han querido también presentar sólo negativamente la historia de la Iglesia en este continente» (Juan Pablo II en Santo Domingo).

 

La «leyenda negra», con una valoración de los hechos no iluminada por la fe, ha dejado un ambiente de absurdo sentimiento de culpa en algunos españoles, que se manifiesta en un querer desvirtuar la grandiosa empresa en sus motivos esenciales de evangelización y civilización, en la pérdida de la perspectiva general de la obra, con la consiguiente trivialización de los méritos individuales y colectivos, y en la falta de valoración de la hondura y anchura de las conversiones. Querría esto decir que no se ha captado lo que es Hispanoamérica. Por disposición de la Providencia divina los pueblos que fueron conquistados, al convertirse a la fe y recibir la cultura cristiana en lengua de Castilla, no se conservaron como tales pueblos primitivos, sino que dieron lugar a la nación hispanoamericana, que es heredera de ellos tanto como lo es de España. 

 

 Para esta empresa ha tenido Juan Pablo II el más reciente aliento, en ese «¡Gracias España!, porque la parcela más numerosa de la Iglesia de hoy, cuando se dirige a Dios, lo hace en español». Y entre las mil cosas grandes, dio vida a las Universidades más antiguas del Continente americano. 

 

Casi todos los Papas han hecho en algún momento un gran elogio de la gran epopeya y de la gloriosa misión realizada por España en América. Pío XII fue el más infatigable debelador de las calumnias que arrojara España el mito de la «leyenda negra». De su pluma salieron 129 textos acerca del «espíritu universal y católico de la gran epopeya misionera (...). La epopeya gigante con que España rompió los viejos límites del mundo conocido, descubrió un continente nuevo y le evangelizó para Cristo». Se ha dicho que la calumnia entra como ingrediente necesario en toda gloria verdadera. Y él mismo fue uno de los Pontífices más calumniados de la Historia.  

No menos sectarios y falsos son los juicios que la historiografía protestante, marxista y masónica ha hecho con frecuencia sobre la Inquisición española. 

 

La Inquisición medieval fue creada por Gregorio IX en 1231, con motivo de las primeras grandes herejías que vinieron a turbar la paz religiosa de la Cristiandad. El Derecho entonces vigente contenía leyes severísimas contra los herejes. En 1220 el emperador Federico II promulgó una ley declarando que la herejía debía considerarse como delito de lesa majestad, lo que significaba el más grave crimen político que en todos los códigos vigentes se castigaba con la muerte en la hoguera.  

-"El Papa se asustó, porque si la autoridad secular tenía en sus manos la declaración de tal delito, no sólo se habría producido una intrusión del Estado en las funciones de la Iglesia, sino que los monarcas podrían acusar a sus enemigos, falsamente, de desviaciones en la fe, convirtiendo así la disidencia política en asunto religioso. Un canon aprobado en 1215 por el IV Concilio de Letrán ordenaba a los obispos entregar a los herejes convictos y no arrepentidos al "brazo secular". El papa no tenía facultad para modificar el canon de Letrán, ni tenía potestad para impedir que el emperador promulgase leyes extremando el rigor del castigo contra los herejes. Decidió, interpretando correctamente el texto conciliar, que las autoridades laicas, en uso de su "potestas", estaban en condiciones de castigar a los herejes, pero retiró a los obispos la directa responsabilidad de declarar el delito. Cuando se declarase la herejía o la existencia de herejes, el obispo del lugar, y sólo el obispo, debería nombrar un tribunal, compuesto exclusivamente por dominicos, el cual se encargaría de "inquirir", esto es, comprobar si efectivamente existía el mencionado delito. De esta palabra, que designaba un procedimiento u oficio, nació el nombre de Inquisición. Los tribunales inquisitoriales usaron procedimientos acordes con las costumbres del tiempo, y contra lo que se ha dicho, fueron mucho más benignos y humanos que los tribunales civiles de su tiempo. La Inquisición no era un tribunal ni un organismo sino tan sólo un procedimiento que debía seguirse en los casos de sospecha de herejía. Lógicamente despertó, en siglos posteriores, gran animadversión cuando la herejía, triunfante, retrotrajo sus protestas: de ahí que nunca se haya planteado la cuestión de manera correcta.  

En los reinos de Castilla, Portugal e Inglaterra, la Inquisición medieval no fue establecida por el escaso interés que tenían los reyes. Pasados los primeros decenios de rigor, la Inquisición medieval se convirtió en una mera rutina y perdió importancia. Por eso los reyes de España, Fernando e Isabel, instauraron una Inquisición "nueva", con tribunales designados por la Corona aunque estuviesen compuestos por eclesiásticos.   

Como al final sería la reforma protestante la vencedora en gran parte de Europa, se ha dado la impresión de que sólo la Inquisición española se ocupaba de estos menesteres: pero los investigadores más concienzudos y recientes piensan que el procedimiento inquisitorial era mucho menos riguroso y cruel que los tribunales aparentemente civiles que funcionaban en otras partes" (LUIS SUAREZ FERNANDEZ, Raíces cristianas de Europa, págs. 101 y ss.).  

La Inquisición española salvó muchas vidas de judíos españoles de las matanzas de que éstos eran objeto en su tiempo. Fueron cortadas de raíz las luchas sangrientas entre "cristianos viejos" y conversos o «cristianos nuevos», con lo que se ahorraron vidas humanas. El poder inquisitorial sólo se extendía a los bautizados y nada podía contra los judíos que conservaban públicamente su religión. Fue el más humano de los tribunales de su época y evitó las luchas religiosas, no la existencia en España de otras religiones. Es de tener también presente que el más rico y asombroso despliegue doctrinal y literario que se conoce en la Historia -el Siglo de Oro español, o la Edad de Oro como la llama Menéndez Pelayo porque duró casi dos siglos- coincidió con la existencia de la Inquisición, la cual no supuso ningún freno para el genio creador español. En muchos aspectos esenciales la Inquisición significó un auténtico progreso social.  

En indudable que la Inquisición eclesiástica cometió abusos en todo el mundo y, sobre todo, que provocó un clima de suspicacias que hizo sufrir a muchos inocentes, incluso a santos canonizados luego por la Iglesia. Pero es imposible formular un juicio que pretenda ser mínimamente equitativo, si no se acierta a entender lo que significaba la defensa de la fe, en una sociedad donde la verdad religiosa se tenía por supremo valor. No olvidemos que en Ginebra - La Meca de Protestantismo-, Juan Calvino no dudó en mandar a la hoguera a ilustre descubridor de la circulación de la sangre, nuestro compatriota Miguel Servet. Y es que la Verdad cristiana, salvadora del hombre, se tenía entonces por el máximo bien; y la herejía, que podía perder a los hombres y a los pueblos, como el peor de los crímenes. Esto le cuesta comprenderlo al «hombre moderno», a quien no chocará en cambio que la protección de la salud sea actualmente preocupación primordial de la autoridad pública y justifique no pocas molestias y restricciones. Pues el hombre religioso europeo puso en la lucha contra la herejía el mismo apasionado interés que el «hombre moderno» pone en la lucha contra el cáncer, la contaminación, o en la defensa de la salud física o la democracia. Y esto, a la vez que asesina a millones de seres humanos inocentes no nacidos.   

Las investigaciones verdaderamente científicas y cada vez más decantadas de españoles y extranjeros, se pronuncian hoy con veredicto unánime y favorable a la labor positiva y magnánima de España en el mundo, a la vez que se apagan con las luces puras de la verdad, los últimos vestigios del mito de la «leyenda negra» antiespañola, que fue alimentada durante mucho tiempo por la mentira y el odio.

 

Publicado en Tercios Españoles

La fiel infanteria

La fiel infanteria

Aún no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el momento. Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda estaba en llamas. La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto, después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos; cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo. Pero allá ondeaba, en el campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos roto el espinazo.

Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses. El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia. La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta. Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes. Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea. Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.

El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.

Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. Habían subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenía la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y ríos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. Había uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenía el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Así les había ido la feria.

A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.

Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros só1o somos el decorado, el te1ón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchi1larnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia. Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.

Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás.

Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.

Arturo Pérez-Reverte| El Semanal | 1992
Desde HispaniaSobretodo  con agradecimiento al autor