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Hispania

El corral de la moreria

Yo Acuso. Serafín Fanjul

Yo Acuso. Serafín Fanjul

 En estos días se presenta en Madrid el libro "Yo acuso" de la somalí Ayaan Hirsi Ali. El dramatismo del título viene avalado por un conjunto de circunstancias trágicas que rodean la vida de la autora en los últimos años. No es un capricho ni busca como objetivo una publicidad fácil provocada por una frase efectista. En verdad, Ayaan está cargada de razón para acusar a su religión, su cultura y su sociedad de origen por el nefasto peso que en su vida han tenido. La viejísima antinomia entre derechos individuales y colectivos, agravada por otra oposición no menos lamentable y, sin embargo, frecuente: civilización y barbarie. Sucintamente, los motivos de la joven para ejercer de fiscal son: mutilada de clítoris, fugitiva de su país y su gente para no verse casada a la fuerza y amenazada de muerte por haber colaborado con Theo Van Gogh en la producción del film que costó la vida al cineasta. Amén de que sus posturas de independencia y crítica racional frente al islam la hacen acreedora de una condena a muerte, máxime tratándose de una mujer. Igual que otras personas de la misma extracción y trayectoria, tiene vetado y vedado el retorno a su tierra so pena de la vida.

Pero Ayaan no se limita a denunciar el salvajismo que mutiló su cuerpo o la sumisión (islam) con que pretendieron someterla desde niña. Su grito va mucho más lejos y resuena muy cerca de nosotros, entre tanto multiculturalista frívolo prendido de elucubraciones en el vacío mientras se desentiende de la muy dramática realidad vivida por esos seres humanos a quienes, desde esta Europa tan cómoda, se condena al gozo de disfrutar su cultura primigenia. Una cultura de la cual sólo han obtenido horribles tragedias personales, desde el aplastamiento de derechos elementales, ya en la infancia, hasta el riesgo de ejecución brutal y sumaria por un mínimo desliz sexual, con la posibilidad casi segura de arrastrar una existencia reprimida y oscura, descalza en un patio encalado muy bonito –¡qué festín esteticista para postmodernos!–, abrumada de niños y soplando en un fogón de leña.

Todo pintoresco, folklórico, étnico: la progre de Chamberí tira unas fotos, no entiende nada y retoma el avión para regresar a la lánguida movida y, entre cubata y cubata, enseñar las placas probatorias del verdadero valor de las culturas auténticas, pujantes y vitales a pesar del colonialismo, el imperialismo y el eurocentrismo. ¿Se preguntará la otra, la que se queda escarbando en la cernada, qué rayos tiene que ver el imperialismo americano con que a ella puedan matarla a pedradas por dar un paso más largo que otro? A esa pregunta responde Ayaan y, si nuestra progresía conservase un adarme de honradez –hipótesis absurda, lo reconozco–, enmudecería abochornada. "La izquierda en Occidente tiene una marcada tendencia a culparse a sí misma y a considerar al resto del mundo como víctima –a los musulmanes, por ejemplo–, y las víctimas, a la postre, dan lástima, buenas personas que estrechamos en nuestro pecho (…) son críticos con las mayorías autóctonas en los países occidentales, pero no con las minorías islámicas: la crítica al mundo islámico, a Palestina y a las minorías islámicas se considera islamófoba y xenófoba. Lo que estos relativistas culturales no ven es que, al mantener temerosamente al margen de toda crítica a las culturas no occidentales, encierran al mismo tiempo a los representantes de aquellas culturas en su atraso. Detrás de todo ello están las intenciones más dispares, pero ya sabemos que el camino al infierno está pavimentado de los mejores propósitos. Se trata de racismo en su acepción más pura."

¡Olé! Ayaan enuncia con claridad meridiana algo de lo que estoy seguro desde hace tiempo: quienes por acá se apuntan entusiasmados al multiculturalismo no lo hacen meramente por pánico, frivolidad o ignorancia –que también– sino porque, en el fondo, siguen considerando, a través del paternalismo con que creen proteger al "Tercer Mundo", que se trata de gentes tan distintas a ellos mismos que no pueden recibir un trato igualitario en derechos y deberes; es decir, inferiores mentales disfrazados con un barniz de folklore. Y convengamos en que el relativismo multicultural viene al pelo en el empeño.

Ayaan, muy a su pesar, se suma al minúsculo grupito de musulmanes de origen, sobrevivientes a base de valor y desarraigo, refugiados en Europa y EEUU por ser impensable la mera idea de residir en sus países, junto a la tunecina Kalthoum Meziou, la siria Wafá Sultán, el también sirio Bassam Tibi o el anónimo paquistaní autor del libro "Por qué no soy musulmán". Componen una pequeña muestra del sufrimiento que el islam engendra en quienes no están dispuestos a padecer sus consecuencias, aun debiendo sobreponerse y sacar la cabeza del agujero mediante un doloroso proceso personal de extrañamiento y exilio, de lucha consigo mismos y con sus allegados y, por supuesto, arrostrando el peligro físico de ser asesinados por apóstatas.

Muertos a manos de fanáticos enloquecidos por la ignorancia y el odio a los disidentes inculcado desde niños, o fugitivos eternos como Salmán Rushdie, aunque siempre es preferible bandearse entre fugas que terminar como el periodista egipcio Farag Foda o el traductor japonés de Mahfuz; o como el mismísimo y flamante Premio Nobel, plegado tras el susto a las impertinencias del gran jeque de la mezquita de al-Azhar en El Cairo. Y, por cierto, dicho sea de paso: no sé qué encuentran de pecaminoso y ofensivo en la plúmbea y relamidísima novela "Hijos de nuestro barrio", causa de la fatwa contra Mahfuz y libro que, hasta la fecha, no se ha podido editar en Egipto. Y ya van cincuenta años desde su aparición en Líbano.

Ayaan Hirsi da ejemplo y, sin parar mientes en ello, abunda en el refrán egipcio: "frente a todo ojo censor se alza acusador un dedo". Suma y sigue.

Escrito por Serafín Fanjul para Libertaddigital 

Desde HispaniaSobretodo  con agradecimiento al autor